Como cada nuevo año, uno siempre comienza con propósitos. Algunas personas buscan bajar de peso, otras buscan hacer más ejercicio y, las más arriesgadas, pretenden enderezar toda su vida en solo doce meses. Yo me propuse llevar una vida más minimalista. Eso me llevó a comenzar revisando cajones para ver qué podía desechar y qué no. En la purga de los primeros días de enero, me encontré con dos cuadernos pequeños y viejos.
Recuerdo que de pequeño, yo solía llegar del colegio y encontraba a mi mamá copiando fielmente las recetas que una señora gordita y elegante explicaba con mucho carisma en la televisión. Luego de mostrar el resultado de la preparación, la señora de la tele le deseaba a su audiencia que el plato les salga rico. Al terminar de copiar, mi mamá cerraba el cuaderno, lo guardaba en un cajón de la cocina y se ponía a servir el almuerzo.
Esos cuadernos realmente eran los cuadernos que mi madre usaba para apuntar a mano las recetas que veía en los segmentos de cocina de los programas de TV diseñados para las amas de casa de los 90.
Sin embargo, los dos cuadernos no eran iguales. Mientras que uno solo tenía recetas copiadas con la letra de mi madre, el otro tenía algo curioso. No solo el cuaderno tenía una tapa más alegre, sino que las recetas estaban en otro tipo de letra. Era una letra menos firme pero con mucha dedicación, una letra más inmadura pero que trataba de copiar el estilo de mi madre. ¡Incluso imitaba el formato de las recetas!
Me tomó unos cuanto minutos darme cuenta de que en realidad esa letra fea y desordenada era mía.
Recuerdo que, cuando niño, me sentaba junto con mi mamá y ella, para mantenerme ocupado, se inventó un juego. Me dijo que me enseñaría a cocinar pero que primero tenía que tener recetas y un recetario. En uno de mis cuadernos nuevos comenzaríamos copiando a mano algunas recetas que ella había copiado en papeles sueltos. Luego, al estar más grande, ella podía comenzar a enseñarme a cocinar.
Como normalmente ocurría conmigo, yo comenzaba muchas cosas pero no las terminaba. Es por eso que el cuaderno que comenzó siento mi recetario terminó como propiedad de mi madre. Cuando me aburrí de copiar las recetas, mi mamá usó mi cuaderno al ver que al suyo se le habían acabado las páginas. Eso explica porqué uno de los cuadernos tenía recetas con un tipo de letra pero, luego de unas siete páginas, continuaba con la letra de mi mamá.
Mamá falleció de cancer hace cinco años. Como es lo acostumbrado, luego de que una persona muere, los familiares o la pareja regalan, venden o encuentran otra manera más creativa de deshacerse de sus pertenencias. Recuerdo que a mí me tocó revisar las cosas de la cocina, un lugar donde mi mamá pasaba mucho tiempo y donde almacenaba muchas cosas. Yo encontré esos dos cuadernos y, en un tonto afán de preservar la memoria de mi madre y esas recetas, los guardé entre mis pertenencias donde ahora me los vengo a encontrar.
Mi mamá ya no usará esos dos cuadernos viejos y, gracias a la tecnología actual, existen mejores formas de almacenar recetas de cocina así que... ¿por qué guardarlos? Imagino que no me deshice de ellos porque de cierta forma al guardar un recuerdo me hacía sentir que ella estaba cerca.
No sé si uno termina superando la muerte de una madre. Uno aprende a vivir con eso. Uno se adapta, se acostumbra pero no lo olvida. Imagino que en algún momento lo superaré. Yo todavía sigo aprendiendo a vivir con eso.
Esta vez, ya no guardaré esos cuadernos viejos. Guardaré los recuerdos de mi madre en mi memoria y en mi corazón, no en un objeto material. A fin de cuentas, nuestros seres queridos nunca nos dejan. Siempre están presentes en nuestras acciones y decisiones. Los cuadernos pueden envejecer pero sus enseñanzas nunca morirán.
Y ustedes, ¿también guardan cosas por miedo a olvidar?
Comments